jueves, 2 de agosto de 2007


Pottermanía


Déjenme confesarles, con la condición de que no se lo digan a nadie, que no resistí la tentación de asomarme al final de Harry Potter antes de leer el séptimo libro de la célebre saga. Unos días antes de la aparición de Harry Potter and the Deathly Hallows encontré en Internet varias versiones sobre el esperado desenlace. Ahora que, una vez publicado el libro, doña J.K. Rowling se ha referido en público al final y ha explicado por qué no dejó morir al joven mago que gracias a esa indulgencia crece, tiene familia y ve a sus hijos acudir al Colegio Howarts, no hago revelación ni traición alguna a los lectores si menciono ese episodio. Es precisamente el que leí en varios sitios en la red, gracias a la indiscreción de alguno de los muchos impresores, intermediarios y libreros que manejaron centenares de miles de ejemplares antes de que pudieran salir a la venta con el primer minuto del sábado 21 de julio.
Aunque la versión que encontré parecía verosímil, nunca dejé de tener cierta suspicacia y contaba las horas que faltaban para confirmar si ese era, en verdad, el final de Harry Potter. Después de haber leído los seis volúmenes anteriores con una fidelidad alimentada por la trama perspicaz que mantuvo en vilo la curiosidad de varias generaciones de lectores, no éramos pocos los que queríamos saber si el enfrentamiento último entre los paradigmas del mal y el bien, cuya evolución conocimos libro tras libro, favorecería al abusivo Lord Voldemort o al simpático aunque cada vez más angustiado Potter.
Así que el sábado 21 por la mañana mi hijo Rafael y yo, que hemos leído juntos la serie de Potter durante varios años, fuimos a un Sanborns a comprar el nuevo libro. A ese establecimiento habían llevado 100 copias y cuando llegamos quedaban solamente 20. Aunque se trata de un libro en inglés en México vendió, en un solo día, más ejemplares que la gran mayoría de los libros editados en nuestro país.

De inmediato puede comprobar que el capítulo que había leído días antes era el que ocupaba las últimas páginas —de la 753 a la 759— del libro postrero de esa dilatada serie.


Pero conocer el final no le quitó un ápice al interés por leer el séptimo volumen. Aunque ya no hay partidos de quiditch —el deporte que practican los jóvenes magos trepados en escobas para darle caza a una pelotita escurridiza— y la vida en la escuela de hechicería deja de ser importante porque todo el mundo mágico está por colapsarse ante el progresivo poder del-que-no-debe-ser-nombrado, los ingredientes más arrebatadores de la serie Potter aparecen con una intensidad que resulta de especial eficacia gracias a las numerosas referencias que toma de la vida contemporánea.

La disputa por el poder en el gobierno de los magos, que ya se había manifestado desde tres volúmenes antes y fue tomada como el eje de la película más reciente (Harry Potter y la Orden del Fénix) recuerda mucho las que presenciamos a diario en el escenario público de cualquiera de nuestros países.

La tirantez entre las normas que los funcionarios más rígidos aplican con espíritu burocrático y la gana de innovación y libertad, existen lo mismo en nuestras instituciones políticas que en el venerable Colegio Hogwarts.

El allanamiento de mayorías mentecatas a versiones disparatadas pero que están de moda o son políticamente correctas, se aprecia en la historia de Rowling con tanta claridad como en circunstancias que nos resultan mucho más cercanas. A Harry Potter, en la novela, lo hacen víctima de la incredulidad indocumentada de muchos e incluso lo calumnian y difaman con tanta alevosía como les ocurre en la vida fuera de la literatura a no pocos personajes públicos.

En el séptimo volumen la periodista Rita Skeeter, cuyo cinismo ya ha padecido el joven mago y que se refocila en inventar versiones sensacionalistas que son exitosas en el diario donde escribe, anuncia que ahora publicará un libro que tiene todo un capítulo, desde luego repleto de falsedades, acerca de Potter.

Si las historias de Rowling son tan entrañables se debe, en buena medida, a que están plenamente asentadas en la realidad. Los hechizos, las varitas, el sombrero seleccionador, las escaleras movedizas, el espejo de los deseos, los viajes de una chimenea a otra y tantos otros recursos, son parte del universo mágico que constituye el contexto para que la creadora de Harry Potter ofrezca, con las coartadas de esa fantasía, una intuitiva sátira de los nada mágicos defectos y problemas de esta humanidad.

Rowling erigió un mundo quimérico con tantos detalles que resulta plenamente aprehensible para sus seguidores. Pero en él, recrea críticamente compasiones, ambiciones, sevicias, incurias, apetencias —virtudes, defectos, pasiones en fin— que forman parte de la vida misma. Gracias a los pormenores que nutren la narración, los aficionados de Harry Potter cuentan con pródigos asideros para sentirse parte de una cofradía que no por multitudinaria es menos excepcional. Gran parte del éxito de la saga radica en el entusiasmo con que sus admiradores han compartido y ostentado sus símbolos (bufandas, escudos, anteojos, capas, entre la parafernalia que nutre libros y películas de Potter).

La otra parte del triunfo editorial y cultural se debe a la familiaridad que los lectores, fundamental pero no exclusivamente jóvenes, encuentran en la serie de Rowling. No se trata de una simple historia de buenos y malos (aunque, como en la vida real y en las buenas novelas, hay unos y otros). Las personalidades allí descritas suelen ser complejas. Quizá no haya un solo protagonista relevante que se ciña al estereotipo con el que aparentemente quería comprometerlo la autora.

El bondadoso Dumbledore es capaz de tener arranques de rabia, la cerebral Hermione incurre en torpezas elementales, el generoso Ron tiene acometidas de envidia contra su amigo Harry, el detestable Snape se revela como uno de los personajes más complejos. El mismo Potter parece condenado, más que favorecido, a tener una heroicidad que nunca busca porque lo que él quisiera es vivir en la serenidad de los desconocidos.

Nada de eso basta para explicar la peculiaridad cultural, que descansa en méritos literarios pero también mediáticos y mercadológicos, que para asombro generalizado ha tenido la serie Potter. Se han escrito toneladas de líneas ágata acerca de los millones de ejemplares, las multitudes en las librerías y la fascinación insospechada por la letra escrita que suscitan las vicisitudes del joven mago.
La elección de decenas de millones de muchachos que, más allá de sus respectivos contextos sociales y culturales le roban tiempo y entusiasmo al chat, la tele y el videojuego para zambullirse en la semblanza de Potter, ha despertado perplejidades y esperanzas muy variadas. Si el éxito de Potter y su autora pudiera explicarse con una escueta fórmula el fenómeno de lectura y consumo cultural que significan estos libros no sería tan insólito. Nada garantiza que, después de Potter, los muchachos que han dedicado centenares de horas a leer estos siete volúmenes hayan brincado a otras novelas. Pero sin duda muchos de ellos lo hicieron. Y en cualquier caso, lo leído nadie se los quita.

El de Potter es, incluso a pesar de Mrs. Rowling, un fenómeno que pasa por los medios y que en Internet alcanza expresiones de afición, compromiso y enardecimiento que pocas figuras o expresiones contemporáneas despiertan. Debido a la parsimonia que suele padecer la edición de libros pero quizá también a causa de inciertos cálculos mercantiles, después de la aparición de las novelas de Potter en inglés pasan varios meses para que se publiquen traducciones en otros idiomas.

La editorial encargada de las versiones en español, Salamandra, anunció poco antes de que comenzara a circular The Deathly Hallows que no tenía fecha para la publicación en nuestro idioma, con la consiguiente desilusión de muchos lectores.

A esa editorial, la semana pasada se le adelantaron varios anónimos y generosos apasionados de Potter que dos días después de la publicación en inglés ya habían traducido, y colocado en la red, los primeros capítulos. Eso había sucedido en otras ocasiones pero los libros de la serie Potter son tan voluminosos que los desconocidos traductores suspendían esa tarea por cansancio, o presionados por los abogados que defienden los derechos de autor de la señora Rowling.
Ahora sin embargo, cuatro días después de que comenzó a circular en inglés ya había en Internet una versión completa, compaginada a la manera del libro, incluso con las ilustraciones de la edición original y grabada en formato PDF, de Harry Potter y las reliquias de la muerte.



Más que transgresión a los derechos de autor, en ese esfuerzo podemos encontrar una profunda admiración por el trabajo de Rowling y por los personajes y el mundo mágicos que creó en sus novelas.

¡Qué enorme esfuerzo, por añadidura solidaria y desinteresada, realizaron esos propagadores de Potter al traducir en unos cuantos días las 896 páginas que alcanzó la versión en español!

Me enteré de ella la semana pasada, cuando encontré en un foro de Internet una escueta referencia que decía: “Aquí Está” Tengo todos los libros originales.

Tengo todas las películas originales y en edición de 2 dvd’s. De modo que no creo afectar a la economía de JK Rowling si paso este link”.

Con esa convincente coartada por delante, el autor del mensaje apuntaba a uno de los rasgos más sobresalientes del fenómeno Potter: por mucho que la conozcan anticipada en Internet, la gran mayoría de los admiradores de la novela seguramente comprarán el ejemplar cuando aparezca en español. Con dicha certeza, aunque con el temor de que haya sido retirado para cuando esta nota sea publicada, les informo que la versión electrónica del nuevo libro de Potter en español fue colocada en: http://spanishhallows.blogspot.com/
No se lo digan a nadie.